Pepe Esquinas ha estado en más de 120 países, ha comido con presidentes y con agricultores, ha redactado tratados sobre biodiversidad y, en ocasiones, ha dicho verdades incómodas a gentes de traje y corbata. ¿De qué sirve producir toneladas de comida si permitimos que millones de personas mueran de hambre? ¿Qué lógica hay en privatizar el agua, el aire o las semillas? Pepe reflexiona sobre estas y otras cuestiones con una mezcla de claridad científica y dolor humano.
Hoy vive en el sur de España, desde donde sigue luchando y divulgando sus ideas. Su libro Rumbo al ecocidio es una llamada a la cordura en un mundo que parece empeñado en autodestruirse. Pero también es un mapa lleno de soluciones que invita al lector a vivir de otra manera, una senda donde la agricultura no es sinónimo de destrucción y donde el consumo no equivale a desperdicio. Escucharlo (o leerlo) nos muestra que aún quedan voces que lejos del ritmo de los tiempos, y sin necesidad de elevar la voz, siembran con cada palabra.
–Usted suele decir que el hambre no es un problema aislado, sino el origen de muchos de los males de nuestro tiempo. ¿Qué es lo que no hemos entendido?
–No hemos entendido su dimensión real. El hambre no solo es una tragedia. Es una vergüenza y es una amenaza. Hoy, según la FAO, hay más de 830 millones de personas hambrientas en el mundo. Eso significa más del 10 % de la humanidad. Pero esa cifra, por grande que sea, a veces no nos dice nada si no la aterrizas. Estamos hablando de 17 millones de personas que mueren de hambre cada año, entre 35.000 y 40.000 personas cada día.
–Es una cifra que estremece.
–Y aún así, parece que no nos conmueve. Mira, en el peor momento de la pandemia del COVID, el número de muertos diarios era cinco veces menor. Y el mundo se puso patas arriba. Cambiamos hábitos, paralizamos economías, dejamos de abrazarnos. Pero con el hambre no. ¿Por qué? Pues porque el hambre no se contagia. Y porque los muertos no son los nuestros. Así de crudo.
–Habla del hambre con un peso que va más allá de los datos. ¿Recuerda el momento en que dejó de ser un concepto abstracto y se volvió algo personal, real?
–Hay una escena que no se me ha borrado nunca. En los años 70, yo volvía de California, de hacer un doctorado en genética. Antes de regresar a España, con una compañera decidimos viajar por América Latina. Autobuses, trenes, autostop, lo que hiciera falta. En Guatemala, una noche, fuimos a cenar. A las diez de la noche, encontramos un restaurante que olía maravillosamente a pollo asado. Entramos, estábamos solos. Pedimos. Y en ese momento, dos niños de unos siete u ocho años intentan entrar. El dueño, con muy malos modos, los echó.

–¿Y ustedes?
–Nos quedamos helados. Un rato después, el dueño se metió en la cocina. Y en ese descuido, los niños se acercaron a nuestra mesa. Muy tímidos. Uno de ellos me dice: “Señor, ¿podemos coger los huesos?”. Yo me quedé clavado. Les dijimos que no, que por favor se sentaran con nosotros. Que pediríamos más pollo. Al principio se miraban entre ellos, les daba vergüenza. Pero justo cuando estaban por sentarse, salió el dueño y gritó: “¡Son indios! ¡Tienen que irse!”.
–¿Cómo respondió usted?
–Me encendí. Le dije: “Mire, si usted los echa, nosotros no pagamos. Y además lo vamos a denunciar. Pero si los deja quedarse, cenamos cuatro en vez de dos. Le conviene”. Se quedó cortado. Al final aceptó. Los niños se sentaron con nosotros. Yo trataba de hablar con ellos, muy suave. Les pregunté: “¿Tú qué quieres ser de mayor?”. Y el niño, sin pensarlo, me dijo: “Limpiabotas”. Me dejó descolocado. Limpiabotas, en Guatemala entonces, era lo más bajo. Tirado. Era gente que se tiraba al suelo en las aceras, con un cepillo, esperando que alguien le diera la voluntad.
–¿Y por qué quería serlo?
–Me dijo: “Es que un tío mío que es limpiabotas come casi todos los días”. Esa frase me partió. Lo dijo con orgullo. Para él, comer cada día ya era una aspiración. Aquel día me di cuenta de lo que significa realmente el hambre.
–¿Y cómo se vive con esa imagen a cuestas?
–Pues sabiendo que lo que para nosotros es anecdótico, para millones es la norma. Después vinieron los datos. Las cifras. Y todas apuntaban a lo mismo: el hambre mata más que ninguna guerra. Y sin embargo, la vemos como algo inevitable. Como si fuera un fenómeno meteorológico. Pero no lo es. El hambre es política.
–¿Y qué contradicciones le parecen más graves en este sistema?
–Pues mira: el mismo día que mueren 40.000 personas de hambre, el mundo se gasta 5.000 millones de dólares en armamento. Con ese dinero, podríamos alimentar (al coste local) durante 120 años a quienes mueren ese día. Ciento veinte años. Y te doy otra: para salvar a la banca después de la crisis, el mundo ha invertido una cantidad con la que, con solo el 2,5 % de ese total, podríamos haber erradicado el hambre de la faz de la tierra. El problema es la indiferencia, no la falta de comida. Lo dijo Kennedy en 1963 y sigue vigente: tenemos los medios. Lo que falta es voluntad política.
–¿Y qué papel ha jugado la FAO en todo esto? Usted trabajó allí 30 años.
–La FAO no es una ONG. Es un organismo de Naciones Unidas. Y hace lo que los gobiernos le dejan hacer. Cuando alguien me dice “la FAO no ha conseguido erradicar el hambre”, yo les contesto: “¿Y cuánto dinero le han dado para ello?”. El presupuesto de la FAO para dos años es igual al que se gastan dos países desarrollados en comida para perros y gatos en una semana. ¿Qué puedes hacer con eso?
–¿Estamos produciendo poco? ¿Falta comida?
–No. Lo contrario. Estamos produciendo un 60 % más de lo necesario para alimentar a toda la humanidad. Y aún así hay hambre. ¿Qué te dice eso? Que el problema no es la producción. Es el acceso. Los alimentos están. Pero no llegan a quien los necesita. ¿Por qué? Porque no pueden comprarlos. Porque el mercado internacional no funciona para quien tiene hambre y es pobre. Porque los precios de los alimentos se cotizan en bolsa. Porque hay una volatilidad enorme. Y porque se usan como arma política.
–¿En qué sentido?
–Mira Gaza. Mira Ucrania. Los alimentos no solo se comercian: se bloquean. Se usan para doblegar a pueblos enteros. Lo decía Kissinger: “Quien controla los alimentos, controla a los pueblos”. Tú puedes vivir sin móvil, sin coche, sin televisión. Pero no puedes vivir sin comer.
–¿Qué efectos tiene esto sobre la estabilidad mundial?
–Todos los grandes problemas de Occidente tienen raíces en el hambre. La inmigración, las pandemias, los conflictos armados. Nadie se lanza al mar en una patera si tiene una vida digna en su tierra. Pero si sabes que quedarte significa ver morir a tu familia, lo arriesgas todo. Y si un grupo armado te dice que, si te inmolas, tu familia comerá el resto de su vida, y tú serás un héroe… Pues es más fácil decir que sí.
–¿Recuerda un momento en que esta conexión entre seguridad alimentaria y estabilidad se volviera evidente a nivel institucional?
–En 2010, me llamó el Jefe del Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE) del Ministerio de Defensa Miguel Ángel Ballesteros. Yo pensé: “¿Qué habré hecho?”. Pero no, era un interés genuino. Me dijo: “Estamos preparando un estudio sobre seguridad alimentaria y seguridad mundial. Queremos que usted forme parte del comité científico”. Y luego me explicó: “Nos hemos dado cuenta de que la mejor forma de mantener la paz es prevenir las amenazas a la paz. Y el hambre y la pobreza están detrás de todas ellas”.
–Una visión lúcida. oco habitual.
–Muy poco. Y por eso me pareció valiente. Aquella publicación la tradujeron a 15 idiomas y la enviaron a ministerios de defensa de medio mundo. Porque era evidente: no hay seguridad sin comida. O nos salvamos juntos, o perecemos todos.
–¿Está convencido de que la única solución es la producción local?
–No se trata solo de producción. Se trata de soberanía. Si tú dependes de alimentos que vienen de China, de Brasil, de Ucrania… estás vendido. Cuando hay guerra o crisis, no tienes de dónde tirar. La soberanía alimentaria es la capacidad de producir lo que comes. Cuanto más cerca, mejor. Es una cuestión política, pero también de supervivencia.
–¿Y los consumidores? ¿Qué podemos hacer nosotros?
–Muchísimo. Compramos más de lo que necesitamos. Tiramos comida en envases sin abrir. En España, el 30 % de lo que va a la basura ni se ha tocado. Y luego está la locura del mercado: productos que recorren miles de kilómetros para acabar en nuestras mesas. ¿Sabes que en la frontera de Francia y España chocaron dos camiones cargados de tomates? Uno venía de Holanda a España. El otro iba de España a Holanda. ¿Qué sentido tiene eso? Dos amigos míos, neoliberales. Les pregunté: “¿Esto no es un desastre económico?”. Y me dijeron: “Al contrario. Es buenísimo. Cuanto más se vende y se compra, más sube el PIB”. Ese es el absurdo. El PIB no mide bienestar. Mide movimiento. Incluso si ese movimiento destruye el planeta.
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