–Me gustaría que entráramos en una de las ideas que más repite: que la seguridad alimentaria no es suficiente. Usted habla de soberanía alimentaria. ¿Qué diferencia hay?
–La diferencia es esencial. La seguridad alimentaria es que tengas acceso a los alimentos. Aunque los compres fuera. Pero la soberanía es que seas tú quien los produce. Tú o tu comunidad. Cuanto más cerca, mejor. Si dependemos de alimentos que vienen de fuera, en un momento de crisis estamos perdidos. Lo estamos viendo con la guerra de Ucrania. España importa de allí más del 60 % de sus cereales. Y el 80 % de la soja que consumimos viene de Brasil y Estados Unidos. Si esos países cierran el grifo, nos quedamos sin pan y sin carne. Eso no es seguridad. Eso es dependencia.
–Pero a menudo se escucha que para acabar con el hambre hay que producir más alimentos.
–Ese es uno de los grandes errores. Lo repiten los políticos, lo repiten los medios. Pero no es verdad. Lo que falta no es comida. Lo que falta es acceso. Según la FAO, estamos produciendo un 60 % más de lo que necesitaríamos para alimentar a toda la población mundial. Y aún así, mueren de hambre 17 millones de personas al año. ¿Entonces? Pues que una parte enorme se pierde, se desperdicia o se destina a usos que nada tienen que ver con alimentar personas. Yo, cuando era niño, si se te caía un trozo de pan al suelo, te decían: “Pepito, cógelo, bésalo y cómetelo”. Porque el pan era sagrado. Hoy, tiramos alimentos sin abrir porque han caducado. En España, tiramos 169 kilos de comida por persona al año. Y el 30 % va a la basura en envases cerrados. Es toda una paradoja. Pasamos de besar el pan a tirar jamón en bolsas sin abrir.
–Pepe, cuando habla de que se produce y se destina a otras cosas, ¿a qué usos se refiere?
–Una parte va a alimentar coches, convertida en biocombustibles. Otra, a alimentar animales, en forma de piensos. Otra parte se tira directamente. Cada año se pierden 1.300 millones de toneladas de alimentos. Un tercio de la producción mundial. Y de esos desperdicios, solo lo que se produce y nadie consume emite el 12 % de los gases de efecto invernadero responsables del cambio climático. Un sinsentido absoluto.
–Usted publicó hace poco un libro titulado Rumbo al Ecocidio. ¿A qué se refiere exactamente con ese término?
–El ecocidio es el asesinato premeditado de la naturaleza. Igual que el genocidio es el exterminio sistemático de un pueblo, el ecocidio es la destrucción, con frecuencia manera deliberada, de los ecosistemas de los que dependemos. Y esto ya no es una metáfora. Es real. Hay ríos muertos, suelos que han perdido toda vida, océanos con zonas muertas por falta de oxígeno. Y lo más grave es que no se considera crimen. En cambio, si tú matas un árbol para salvar una vida, te multan. Pero si destruyes un bosque entero para especular con soja o petróleo, te dan una subvención. Hay una impunidad total.
–¿Entonces usted cree que debería reconocerse legalmente como crimen internacional?
–No lo creo, estoy convencido. Igual que hay crímenes de guerra o de lesa humanidad, tiene que haber crímenes contra la naturaleza. La Corte Penal Internacional debería poder juzgar a quien envenena una cuenca fluvial, a quien deforesta una selva tropical o a quien provoca un vertido masivo por negligencia. Porque no solo destruye el ecosistema: pone en peligro la vida de miles de personas. El ecocidio mata. Solo que mata lento, y sin titulares.
–Usted lo ha vivido en primera persona. ¿Qué ejemplos ha visto?
–Muchísimos. Mira, una vez me invitaron a una comida con dos economistas neoliberales. El ejemplo que te comenté de dos camiones habían chocado en la frontera entre España y Francia. Salió en las noticias, uno venía de Holanda a España con tomates. El otro iba de España a Holanda, también con tomates. Se desparramó todo. Les dije: “Esto es un disparate, ¿no?”. Y me contestaron: “No, Pepe. Para la economía es buenísimo. Cuanto más se compra y se vende, más crece el PIB”. Claro, si tú y yo nos emborrachamos y nos atropellan, sube el PIB. Porque se activan los servicios de emergencia, el hospital, el tanatorio… Es absurdo. El PIB mide movimiento, no bienestar. Y esa es la medida que seguimos usando para tomar decisiones políticas.
–Y mientras tanto, el campo se vacía.
–Claro. Porque no es rentable. Porque el agricultor local no puede competir con alimentos que vienen de Brasil, a la cuarta parte del precio. ¿Por qué tan baratos? Porque allí deforestan la Amazonía, venden la madera, cultivan soja en un suelo fértil sin poner nada. Después de cinco años, cuando ese suelo se ha muerto, compran otra parte de bosque. Así de simple. Y tú aquí no puedes hacer eso. Se trata de competencia desleal pero no hay igualdad de condiciones. Los agricultores tienen razón en protestar. Aunque se equivocan cuando critican las cláusulas medioambientales de la Unión Europea. Lo que hay que hacer es exigir que los alimentos que vienen de fuera respeten esas mismas condiciones.
–¿Quién alimenta entonces al mundo?
–No es la agroindustria. Es la agricultura familiar. En 2013, la FAO hizo un estudio muy claro. Se preguntó: de los alimentos que llegan a la boca del consumidor —no a los que se pierden, ni a los que van a piensos—, ¿de dónde proceden? Y la respuesta fue que casi el 80 % viene de la agricultura familiar y de pequeños agricultores. Por eso, en 2014, Naciones Unidas declaró el Año Internacional de la Agricultura Familiar. Y ahora estamos en plena Década Internacional de la Agricultura Familiar. Que va del 2019 al 2028.
–Las semillas, que durante siglos pasaron de mano en mano, hoy están protegidas por patentes y monopolios. ¿Qué consecuencias tiene eso para el agricultor y para todos nosotros?
–Esa es otra gran amenaza. Hoy, tres grandes multinacionales controlan el 75 % de las semillas comerciales del mundo. Y el 63 % de los agroquímicos. Y esas semillas, además, están patentadas.
–Usted hizo una tesis sobre melones. ¿Qué descubrió en ese proceso?
–En los años 70, yo recorrí España buscando variedades de melón tradicionales. Conseguí recolectar 380. Hoy no encuentras más de diez o doce. En uno de esos viajes fui a Las Hurdes. Ahí conocí a un hombre mayor que me habló de las variedades que resistían al frío o a las plagas. Me invitó a su casa. Me quedé a dormir. Me dio unas semillas. Y una de ellas, años después, resultó tener una resistencia natural a un hongo muy grave. Tan grave, que ninguna variedad comercial del mundo tenía esa resistencia. Gracias a esa semilla, hoy casi todas las variedades comerciales de melón tienen esa protección. ¿Y sabes quién no recibió nada por ello? Ese agricultor. Ni él ni su familia. Esa es la injusticia. Por eso luché tantos años en la FAO para que se reconocieran los derechos de los agricultores tradicionales.
–Y lo logró.
–Sí. Costó 20 años de negociaciones. Pero hoy existe un Tratado Internacional sobre los Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura, vulgarmente conocido como el tratado internacional de semillas. Y un artículo específico, el 9, sobre los derechos de los agricultores. Ese tratado ha sido ratificado por 170 países. Ahora, cuando se utilizan semillas tradicionales para desarrollar nuevas variedades, hay que compartir los beneficios. No es perfecto. Pero es un paso.
–¿Qué perdemos cuando perdemos una variedad agrícola?
–No perdemos solo una planta. Perdemos todos los genes que ella contiene: los genes de resistencia a las enfermedades, de resistencia al frío, al calor, a la sequía, a la humedad, etc. Perdemos una historia. Un sabor. Una palabra. A veces incluso un ritual. La biodiversidad agrícola no se guarda solo en bancos de semillas. Se guarda en la memoria de las abuelas, en las huertas, en las ferias de pueblo. Cuando una variedad desaparece, también desaparece una forma de estar en el mundo.
–¿Y qué nos dice la biodiversidad agrícola sobre todo esto?
–Nos dice que sin diversidad, no hay futuro. Mira, la hambruna en Irlanda del siglo XIX fue por una enfermedad de la patata, el hongo Phytophthora infestans. En Europa había pocas variedades de patata y, además, eran muy homogéneas. Todas eran susceptibles. Se perdió la cosecha. Murieron dos millones de personas. Tres millones más emigraron a Estados Unidos. No había resistencia. Hasta que alguien dijo: “¿Y si vamos a Perú, de donde viene la patata?”. Y allí encontraron miles de variedades con una enorme diversidad. Algunas moradas, otras verdes, otras con forma de tirabuzón. Y en esa diversidad estaban los genes de resistencia. La trajeron y se solucionó el problema.
–¿No estamos repitiendo ese error?
–Lo estamos. La FAO ha advertido que en el último siglo hemos perdido el 75 % de las variedades agrícolas. En España, el 80 %. Y eso justo ahora, cuando el cambio climático hace más necesaria que nunca la diversidad genética. Porque la resistencia al calor, al frío, a las plagas… no la puedes inventar. Solo puedes seleccionarla. Y para seleccionar, necesitas variedad. Si todo es uniforme, todo es vulnerable.
-El 75 % de las tierras cultivadas están degradadas ¿Hay ejemplos esperanzadores en t?
–Sí. El más impresionante quizá sea el de la meseta del Loess, en China. Un territorio del tamaño de media Bélgica, arrasado por la erosión y la sobreexplotación. Era una zona que se había convertido en desierto. Hace 20 años, con apoyo del Banco Mundial y del gobierno chino, se inició un proyecto de regeneración. Hoy vuelve a ser fértil. Verde. Productiva. No es teoría. Se puede hacer.
–¿Y qué papel tiene el consumidor? ¿Podemos hacer algo más que indignarnos?
–Muchísimo. Cada vez que compras algo, estás votando con tu dinero. Si eliges productos de cercanía, producidos sin destruir el planeta, estás apoyando un modelo. Si compras comida industrial de ultraprocesados o frutas que han viajado miles de kilómetros, apoyas otro. Transformar pacíficamente el carro de la compra en un carro de combate por un mundo mejor. Esa es la idea. Buenas decisiones. “Lo bueno, lo limpio y lo justo”, como dice Carlo Petrini presidente de Slow Food Internacional. Y yo añadiría, que la comida sea local y estacional.
–¿Le parece suficiente con eso?
–No. A veces hay que ser más mosquito que colibrí. El colibrí es el que hace su parte. Va al lago, coge una gota de agua, la deja caer sobre el incendio. Y repite. El elefante le dice: “¿Tú crees que vas a apagar el fuego así?”. Y el colibrí le responde: “Yo hago mi parte”. Eso está bien. Pero a veces hay que ser también mosquito. ¿Tú sabes lo que es tener un mosquito en la habitación? Te jode la noche. Pues eso. No dejar dormir a quienes no nos dejan vivir. Y si hay que salir a la calle, se sale.
–¿Qué responsabilidad tenemos con las generaciones futuras?
–La misma que tuvieron nuestros abuelos con nosotros. Si yo hoy puedo comer, es porque ellos cuidaron la tierra. Nosotros estamos rompiendo esa cadena. Estamos hipotecando el mañana por comodidad hoy. Y lo más grave es que lo hacemos a sabiendas. Eso es una traición. A nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. La biodiversidad que perdemos no vuelve. Y la dignidad tampoco.
–¿Algún mensaje final?
–Sí. Si la casa está en llamas, no vale con cerrar el salón con llave para que no entren los de fuera. Se va a quemar igual. El cambio climático, el hambre, la degradación del suelo… no entienden de fronteras. O nos salvamos juntos, o nos hundimos todos. ∎
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