Sin embargo, una década después, ese consenso parece cada vez más frágil. El último Informe sobre el Desarrollo Sostenible 2025 revela que solo el 17% de los objetivos van camino de alcanzarse a nivel mundial. Muchos de los objetivos más esenciales —como el clima, la biodiversidad y la reducción de la desigualdad— no solo se están estancando, sino que están retrocediendo. Un estudio reciente de Nature Sustainability llega a una conclusión aún más alarmante: ninguno de los 17 ODS va actualmente camino de cumplirse para el año 2030, y es probable que la mayoría de ellos no lo consigan a menos que se adopten de inmediato una serie de “cambios transformadores”.

Y, sin embargo, el tono empleado en torno a los ODS sigue siendo obstinadamente optimista. Seguimos reuniéndonos para intercambiar “mejores prácticas” y “poner en valor el impacto” que generamos, pero evitamos hablar de la realidad más profunda: el mundo no va por buen camino y, en muchos casos, los sistemas de los que dependemos son el verdadero problema. Es una tema que nos importa, por supuesto. Pero no lo suficiente como para cambiar el sistema del que nos beneficiamos. Queremos sostenibilidad, pero siempre y cuando no afecte a nuestro confort. Esta es la tensión que subyace a los ODS a día de hoy. En principio, apoyamos el proyecto pero, en la práctica, eludimos las preguntas difíciles: ¿Qué estamos dispuestos a sacrificar, a cambiar o a regular para que esos objetivos se hagan realidad?
Este “compromiso selectivo” se ve muy claro en el sector financiero. Los bancos, las gestoras de activos y los fondos de pensiones informan —muchos de ellos con orgullo— de cómo sus actividades contribuyen a los avances de los ODS. Emiten bonos verdes, alinean carteras y publican informes fascinantes. Pero rara vez revelan lo que sus flujos de capitales destruyen por el camino. Las inversiones en infraestructuras fósiles, en industrias vinculadas a la deforestación, en cadenas de suministro que emplean mano de obra explotada, nunca se incluyen en su trayectoria hacia la sostenibilidad. No existe ninguna norma, ninguna obligación ni ninguna sanción que les penalice por financiar precisamente los obstáculos que frenan los ODS.
A día de hoy, las instituciones financieras pueden elegir los objetivos que más les convengan e ignorar el resto. ¿ODS 13? ¿Acción por el clima? Hecho. ¿ODS 3? ¿Salud? Hecho. ¿ODS 10? ¿Desigualdad? De eso, ya, que se ocupen otros. Es un enfoque “tipo bufé”, progreso sin esfuerzo, que consigue que los ODS dejen de ser un motor de las políticas públicas y se conviertan en meras herramientas marketing reputacional.
Para seguir avanzando, debemos dejar de fingir que lo estamos haciendo bien si nos limitamos a centramos en mini sub-objetivos. Tenemos que empezar a hacer lo que es necesario hacer.
Esto significa reformar la propia agenda de los ODS, algo en lo que hasta sus propios artífices están de acuerdo. Los objetivos son demasiados, demasiado amplios y, en ocasiones, contradictorios. Gestionar la complejidad se ha convertido en un objetivo en sí mismo, cuando lo que necesitamos es seguir una dirección. Si contáramos con un conjunto más reducido de prioridades, conseguiríamos un enfoque político más nítido y una mayor legitimidad. Tenemos que volver a centrarnos en los principales umbrales para el ser humano y el planeta: erradicar la pobreza, reducir la desigualdad y respetar los límites ecológicos.
También debemos asegurarnos de que la acción por el cima no solo sea eficaz desde un punto de vista técnico, sino también socialmente justa. No solo sobre el papel, sino también en los resultados visibles y no visibles. Una transición que aumente la pobreza energética o profundice las divisiones sociales no es una transición que valga la pena. La sostenibilidad sin equidad no es sostenible. Y la equidad sin un planeta habitable no es equidad ni es nada.
Para el sector financiero, esto significa ir más allá de una mera alineación voluntaria de objetivos. Es necesario obligar a las instituciones financieras a que revelen cómo sus actividades se alinean con los ODS y en qué casos se desvían de ellos. No solo sus contribuciones positivas, sino también sus impactos negativos. Esto requiere la adopción de unas normas armonizadas, la obligación de divulgar la información públicamente y de contar con una verificación independiente. También significa que los reguladores deben empezar a tratar la destrucción de los ODS como un riesgo financiero, porque así lo es. El colapso ecológico, la inestabilidad social y la creciente desigualdad no son preocupaciones abstractas. Son fuerzas que definirán los mercados del futuro.
Las finanzas públicas también tienen un papel clave que desempeñar. Cuando los gobiernos siguen subvencionando los combustibles fósiles, desregulando industrias nocivas o dando luz verde a la deforestación, están socavando de forma activa los ODS que una vez firmaron. Y cuando la inversión pública no llega a los lugares y a las personas que más la necesitan, se erosiona la legitimidad de la agenda en su totalidad.
Este décimo aniversario no debe ser un momento de celebración. Debe ser el momento de verdad. Los ODS constituyen una poderosa ambición global. Pero esa ambición aún no ha cambiado los fundamentos en los que se basa. Si queremos salvar los próximos cinco años, debemos redefinir la agenda, exigir verdaderas responsabilidades a quienes tienen el poder financiero en sus manos y empezar a dar prioridad a lo que más importa.
Porque ya no se trata de elegir entre progreso o retraso, sino entre verdad o ilusión.
Hans Stegeman, economista jefe del Triodos Bank
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