La Modernidad Líquida y la Vida de Consumo, que planteó en sus libros el pensador Zygmunt Bauman hace más de veinte años, describen un modelo de sociedad basado en lo efímero, tanto en las relaciones como en la identidad o la posesión de productos. No se trataba solo de un análisis que explica el consumismo llevado a sus últimas consecuencias, sino del preludio de lo que años más tarde otro pensador, Harmunt Rosa, denominó la “aceleración social”. ¿En qué consiste? En la idea de que modernidad es igual a velocidad. Y se da la curiosa paradoja de que cuanto más rápido obtenemos algo, más perdemos la percepción del tiempo, del dinero y de la irreal felicidad basada en la posesión de bienes inmediatos.  

En los últimos años, y sobre todo después de la pandemia, la tecnología y la digitalización del consumo nos ha llevado a un proceso acelerado de compra: “Quiero esto, lo quiero ahora y lo obtengo ya”. O, como mucho, con dos horas de espera a que un repartidor motorizado entregue a domicilio ese pedido que se nos ha antojado a golpe de clic. ¿Cuál es el coste real de esta urgencia consumidora? Los expertos advierten de que el precio de la prisa tiene consecuencias económicas, psicológicas y medioambientales.  

Consumismo lúdico y coste emocional 

“La idea de la economía clásica de que la compra era un medio para cubrir las necesidades preexistentes ha dado paso a un nuevo uso de la compra desde una perspectiva psicosocial en la que el comportamiento de las personas consumidoras se explica desde un punto de vista social, emocional, o incluso lúdico”, reflexiona el psicólogo Javier Garcés, presidente de la Asociación de Estudios Psicológicos y Sociales y autor del Manual de información y autoayuda.  La adicción al consumo. “Se puede comprar por diversión, para alegrarse la vida, por tratar de elevar la autoestima o, simplemente, como una forma de distracción, de llenar el ocio”.  

Si las teorías economicistas pre pandemia consideraban que se compraba para satisfacer una necesidad, ahora la compra se ha convertido en un fin en sí mismo. No importa si después del “clic”, el cargo a la tarjeta llega acompañado de cargo de conciencia. Las personas consumidoras modernas aceptan “nuevas necesidades” que posiblemente no tenían y se han dejado llevar por la urgencia, las ofertas flash y la publicidad 24/7 a través de todos los canales de comunicación disponibles y de las redes sociales. 

Esto no es accidental. En el libro 'El valor de la atención', el

Portada de 'El valor de la atención' de Johann Hari

investigador Johann Hari señala que el mercado más lucrativo en la actualidad es precisamente la atención humana, deteriorada por la masiva exposición a pantallas, el scroll infinito y el salto constante de un tema a otro. El mismo autor reconoce que también perdió capacidad de concentración y, para sorpresa de nadie, seguía con las compras y afirma: “Yo mismo notaba que también me ocurría; me compraba montones de libros y los contemplaba con el rabillo del ojo, sintiéndome culpable, mientras enviaba el último tuit (o eso me decía a mí mismo)”. Si no somos capaces de concentrarnos en nuestro día a día, aún menos de valorar si estamos entrando en una espiral de consumismo descontrolado. Compramos rápido, casi sin darnos cuenta, porque nos falta capacidad de atención.  

“Todos los esfuerzos de las empresas para atraer a clientela a través de tarjetas de fidelización, ofertas, rebajas, descuentos o puntos tienen como fin específico interferir en la decisión de compra, tratando de producir procesos impulsivos, automáticos o fidelizados a favor de determinados establecimientos o marcas. Por ello, todo el proceso de búsqueda de información, análisis o racional de alternativas queda distorsionado en las personas consumidoras actuales”, abunda Garcés.  

Cada vez es más sencillo comprar desde el ordenador o el teléfono, con facilidades de financiación inmediata y entrega en pocas horas, con una logística cercana al servicio 24/7. Lo difícil, lo verdaderamente heroico, es no caer en la urgencia por comprar.  

Según el estudio sobre Compras Online en España 2023-2024, elaborado por el Observatorio Nacional de Tecnología y Sociedad (ONTSI), “más de 30 millones personas en España hacen sus compras online, de los que 2,1 millones son compradoras nuevas, de 16 a 24 años”. El gasto anual en caprichos virtuales asciende a más de 3.300 euros al año por persona. De hecho, el comercio electrónico sumó 99.257 millones de euros en ventas, lo que supone un aumento del 16,3 % respecto al año anterior. Entre los motivos por los que quienes consumen online hacen este uso impulsivo de las tarjetas destacan la comodidad y el precio. No es extraño que las personas jóvenes no puedan ahorrar: según el estudio, el 73,1 % de los compradores prevé mantener este nivel de gasto.  

¿Qué secuelas psicológicas tiene este tipo de modelo de vida consumista? Para el investigador Garcés, uno de los problemas asociados es el impacto en la salud mental y social, espoleados por la publicidad y las técnicas agresivas comerciales y de marketing. “Han ido en constante aumento los problemas relacionados con el comportamiento de las personas consumiroras, como la adicción al consumo, la compra impulsiva, la falta de autocontrol en el gasto, el sobreendeudamiento, etc.”, advierte el investigador. “A medida que una persona es más consumista disminuye su satisfacción personal y su bienestar. Como señala Bauman, ‘la economía de consumo contemporánea se basa en la existencia de deseos nunca alcanzables del todo, que se acompañan de una permanente insatisfacción’. La adicción al consumo supondría, por tanto, la adición a la infelicidad”.  

 

¿Hay esperanza para el planeta?  

Otro de los aspectos negativos que implica el apresurado consumismo es su repercusión en el medioambiente y su presión sobre los límites planetarios. El modelo de consumo y economía lineal destinada a “extraer-producir-publicitar-comprar-desperdiciar” está detrás del aumento de la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) y el consumo de recursos y materiales, por encima de las posibilidades del planeta.  

¿Qué responsabilidad medioambiental tiene quien pide bienes y comida a domicilio, participa sin darse cuenta en el desperdicio alimentario o se deshace de productos y prendas de ropa, que quizá han viajado hasta su domicilio desde la otra punta del mundo y que destacan por una vida útil efímera? Reciclar las cajas de cartón donde ha llegado su pedido no debería eximir a las empresas productoras de hacerse cargo de los residuos que generó la fabricación y transporte de ese bien. El impacto ambiental del consumo rápido se refleja especialmente en la moda. Aunque el sector textil es uno de los más contaminantes, el primer estudio ‘Conductas sostenibles de la población española’ de Triodos Bank revela que solo el 26 % de la ciudadanía tiene en cuenta si las prendas que compra son sostenibles, y que la mitad reconoce que no considera estos criterios, aunque les gustaría hacerlo. Una desconexión que evidencia cómo la prisa eclipsa las decisiones responsables. 

En el estudio Completando la imagen: Cómo la economía circular ayuda a afrontar el cambio climático (2019), publicado por la Fundación Ellen MacArthur en colaboración con Material Economics, se advierte de que “la eficiencia energética y las energías renovables podrían reducir el 55 % de las emisiones globales de GEI”, pero ¿qué sucede con el 45 % restante? La solución podría estar en la economía circular.  

“La economía circular consiste en hacer un cambio sistémico en el consumo, pero empieza antes, desde el modelo de diseño y producción. El reciclaje que todos conocemos solo es una parte de la solución, pero no el núcleo. De hecho, se trata de consumir menos y, a su vez, gastar menos recursos naturales y materiales en la producción”, plantea Luis M. Jiménez, presidente de la Asociación para la Sostenibilidad y el Progreso de las Sociedades (ASYPS). Disminuir ese consumo intensivo de materiales es fundamental para reducir los recursos extraídos que se convertirán en residuos al finalizar su vida útil.  

La “huella material” de las personas consumidoras representa la cantidad total de recursos y materias primas extraídos para producir los bienes y servicios consumidos. Según cifras de Eurostat, en la Unión Europea en 2024, el consumo de materias primas (CMP) ascendió a 14 toneladas de recursos por europeo al año, es decir, unos 6.300 millones de toneladas en total. Una cifra que se mantiene estable desde el año 2013. 

“Tenemos una idea de consumo fácil y opulencia, una idea de propiedad. La tasa de desperdicio alimentario es del 30 % en España, que es una barbaridad, pero sucede a nivel mundial. Hacer una compra ecológica y circular, en la que nos fijemos en la procedencia, forma de producción, en la huella ecológica de las marcas, también contribuye al consumo responsable. Luchar contra la obsolescencia programada, apostar por la servitización (alquilar servicios, en lugar de comprar bienes) y el derecho a reparación son algunas de las medidas que favorecen la economía circular”, incide Jiménez. 

Este aspecto también participa en el ADN del poscrecimiento: no consumir más de lo necesario, sino simplemente lo suficiente. Si se reduce la urgencia por la compra, se apuesta por la producción orientada a la durabilidad, en vez de la rapidez, posiblemente no solo se respeten los límites del planeta, sino que se recupere la felicidad perdida de las personas. De hecho, la ecuación del bienestar es más compleja que el aspecto meramente económico y el fugaz alivio emocional que se busca con esa adquisición de bienes. 

“En la economía de la felicidad, la Paradoja de Easterlin plantea que, a mayor nivel de renta, a partir de un punto, el dinero no te da más felicidad. La curva se aplana porque la capacidad económica solo puede mejorar la calidad de vida hasta cierto nivel, pero cuando tienes las necesidades cubiertas, ya no es lo económico, sino lo social e incluso lo ecológico, lo que tiene que ver con el bienestar personal”, señala Jiménez.  

Los estudios psicológicos y socioeconómicos han demostrado que no es cierta la afirmación: “soy más feliz cuanto más consumo”. De hecho, tampoco necesitamos comprar más rápido para ser más felices. Las relaciones sociales y tener las necesidades básicas cubiertas son garantía de un bienestar sostenible más allá del consumo inmediato.  

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